Comentario
En el mes de septiembre de 1939 Italia, a pesar de pertenencia al Pacto de Acero, no había optado por asumir iniciativa alguna en la guerra que se había iniciado. Esta decisión había producido una generalizada sensación de alivió en el país. Incluso los sectores dirigentes del régimen no apoyaban en principio la participación en el conflicto junto al aliado alemán. Sin embargo, muy pronto los rápidos progresos de la "guerra relámpago" habían de impulsar posturas muy diferentes, que llevarían a Mussolini a la adopción de actitudes definidas por el más manifiesto oportunismo. Sin embargo, las condiciones materiales en que el país se encontraba en esos momentos no hacían sino justificar plenamente toda dilación a una entrada inmediata en el campo de las hostilidades.
Para entonces, Italia comenzaba a recuperarse de los nefastos efectos de la crisis económica de 1929, e incluso el sistema dictatorial había recogido importantes apoyos entre la población, debido sobre todo a ese incipiente resurgimiento económico. Por otra parte, las relaciones establecida por el Reich, reflejadas en los papeles encarnados por los respectivos dirigentes, halagaban a los italianos. En efecto, hasta el momento del comienzo de la guerra Mussolini era considerado maestro ideológico de Hitler, ya que éste todavía no había comenzado a manifestar el sentimiento de superioridad que a partir de entonces constituiría la tónica dominante en sus mutuos contactos.
Junto a esto, la deficiente organización de las fuerzas amadas se manifestaba de forma general, aun contando con la presencia de positivos elementos dentro del ámbito de la marina y aviación. Pero incluso estos sectores se veían afectados por carencias estructurales, de las cuales el desastroso estado del ejército de tierra era el mejor exponente. El anacronismo más manifiesto era el rasgo definitoria de esta organización castrense, en nada susceptible de una utilización eficaz en un conflicto de índole moderna. Al igual que el ejército francés, el italiano estaba imbuido de unas concepciones mentales que lo convertían en un inútil conglomera de hombres y armas frente a las nuevas formas de la guerra de movimientos, fundamentada en la masiva utilización de carros de combate.
Llegada la primavera de 1940, los altos jefes militares habían comenzado a constatar con claridad los evidentes deseos de Mussolini por entrar en la guerra al lado de su poderoso aliado. Pero de hecho era evidente que Italia no podría soportar materialmente un enfrentamiento bélico que se prolongase más allá de escasas semanas. Por otra parte, la situación de no beligerancia que el Gobierno había adoptado estaba beneficiando de forma sensible a los grandes negocios, destinatarios de una gran cantidad de solicitudes de envío de materiales que precisaban los países en guerra. Por todas estas razones, incluso destacados jerarcas del régimen fascista, como el ministro de Justicia, Dino Grandi, propugnaban una declaración de neutralidad, que delegaría todavía en mayor medida a Italia de los rumbos emprendidos por el Reich.
Sin embargo, las espectaculares victorias obtenidas por la Wehrmacht no dejarían de producir sus efectos sobre la sociedad italiana en general y entre sus niveles dirigentes en concreto. Ante una Alemania que se presentaba como invencible, para muchos comenzaba a parecer absurdo mantenerse al margen de una empresa que solamente parecía ofrecer importantes e inmediatos beneficios. Acompañar al vencedor del momento se presenta de esta forma como una posibilidad que progresivamente va ganando adeptos en los círculos decisorios, llegando a afectar al mismo rey Víctor Manuel. El Duce, por su parte, se encuentra ya convencido por completo de la rapidez con la que la guerra va a concluir. Por ello pretende evitar perder las oportunidades que una actitud siquiera limitada especialmente podría reportarle.